jueves, 27 de febrero de 2014

Vórtices

La ciudad se metió dentro del hombre. Lo perturba, lo enferma, lo transforma. La enfermedad urbana es convertirnos en fertilizante. El reloj, la respiración de los motores encendidos, el violento beso de  las campanas de la iglesia. Voces de los tacos altos y los zapatitos escolares. Silencio del descalzo. Rojo, amarillo, verde, las lineas carcelarias de la senda peatonal. El hombre maquina no se mueve, se transporta. Tiene las herramientas para desarmarse. Gira sobre si mismo como la rueda en el asfalto. No escucha, no se detiene. El eco lo envuelve mientras se fragmenta en miles de partes. Lo hace mínimo, insignificado, desafinado. Y sobrevive, mientras revientan los martillazos de una obra en construcción. Porque eso lo conoce y lo reconoce, eso es lo que lo mantiene. Sólo no se comprende y tampoco en todo. El es una partícula de polvo mas y también es parte del engranaje de la maquina infinita que las fabrica.

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